LECCIONES DE
VIDA.
Lecciones
de amor, de coraje, de sinceridad Ahora es el momento de aprenderlas.
Elisabeth Kübler –
Ross y David Kessler.
Edit. Milenium.
1.1 LA
LECCION DE LA AUTENTICIDAD
Stephanie, una mujer de cuarenta y pocos años, compartío esta
historia durante una conferencia:
>>Un viernes por la tarde, hace unos cuantos años, me
dirigía de Los Ángeles a Palm Springs.
No era el mejor momento para circular por aquella autovía de Los
Ángeles, pero estaba ansiosa por llegar al desierto y pasar un fin de semana
relajado con unos amigos.
>>A las afueras de la ciudad, los coches que iban delante de
mí se detuvieron. Yo también paré el mío
detrás de una larga hilera de vehículos, miré por el retrovisor y vi que el
coche que me seguía no aminoraba la marcha sino que se acercaba al mío a una
velocidad enorme. Comprendí que el
conductor estaba distraido e iba a chocar conmigo con mucha fuerza. También me percaté de que, debido a su
velocidad y a que mi coche estaba parado a pocos centímetros del de delante, me
encontraba en un grave peligro. En aquel momento fui consciente de que podía
morir.
>>Me miré las manos, que sujetaban con rigidez el volante.
No las había agarrotado de una forma consciente: ése era mi estado natural y
así era como vivía la vida. Decidí que no quería vivir, ni tampoco morir, de
aquella manera. Cerré los ojos, inspiré
y dejé caer los brazos a los lados. Me
dejé ir. Me rendí a la vida y a la muerte. Entonces el otro coche chocó
violentamente contra el mío.
>>Cuando la sacudida y el ruido cesaron, abrí los ojos. Estaba ilesa. El coche que tenía delante
estaba destrozado, el de detrás también, y el mío estaba comprimido como un
acordeón.
>>La policía me dijo que tuve suerte de estar relajada,
porque la tensión muscular aumenta la posibilidad de sufrir lesiones
graves. Al marcharme de allí sentí que
había recibido un regalo, que no consistía sólo en salir ilesa del accidente,
sino en algo mucho más valioso: había visto el modo en que vivía la vida y se
me había concedido la oportunidad de cambiar.
Hasta entonces me aferraba a la vida con el puño apretado, pero me di
cuenta de que podía sostenerla con la mano abierta, como a una pluma que
reposara en la palma de mi mano.
Comprendí que si podía relajarme hasta el punto de liberarme del miedo a
la muerte, también podía, a partir de entonces, disfrutar de la vida con
plenitud. En aquel instante me sentí más
conectada conmigo misma de lo que había estado nunca.>>
Como muchos otros que se encuentran al borde de la muerte,
Stephanie aprendió una lección, no sobre la muerte, sino sobre la vida y cómo
vivir.
Todos sabemos que en lo más hondo de nuestro interior hay alguien
que es quien estamos destinados a ser. En general nos damos cuenta de cuándo
nos estamos convirtiendo en esa persona y también de lo contrario, pues todos
sabemos cuándo las cosas no van bien y no somos la persona que deberíamos ser.
De un modo consciente o inconsciente, todos buscamos respuestas e
intentamos aprender de las lecciones de la vida. Luchamos contra el miedo y el
sentimiento de culpabilidad y buscamos el sentido de la vida, el amor y el
poder. Intentamos comprender el miedo, la pérdida y el tiempo y descubrir
quiénes somos y cómo podemos ser realmente felices. A veces buscamos estas
cosas en el rostro de nuestros seres queridos, la religión, Dios o en otros
lugares. Sin embargo, con demasiada frecuencia las buscamos en el dinero, la
posición social, el trabajo <<perfecto>> o en cosas parecidas, y al
final descubrimos que no sólo no hallamos el significado que buscábamos, sino
que encima nos hacen desgraciados. Si seguimos esos falsos caminos sin un
conocimiento profundo de su significado, nos sentiremos inevitablemente vacíos
y creeremos que la vida tiene poco o ningún sentido y que el amor y la
felicidad no son más que ilusiones.
Algunas personas encuentran el sentido de la vida en el estudio,
la cultura o la creatividad. Otras lo descubren cuando se encuentran cara a
cara con la infelicidad o incluso con la muerte. Quizá los médicos les han dicho que padecen
cáncer o que les quedan sólo seis meses de vida. Quizás han visto a un ser
amado luchar por su vida o se han visto amenazadas por terremotos o
catástrofes.
Esas personas se hallaban en una situación límite, pero también en
el umbral de una nueva vida. Si miraron directamente a los ojos del monstruo y
se enfrentaron con la muerte sin rodeos, de una forma completa y sincera; si se
rindieron ante ella, su visión de la vida cambió para siempre porque
aprendieron una lección de la vida. Esas personas tuvieron que decidir, en la
oscuridad de su desesperación, qué querían hacer con el resto de su existencia.
Muchas de estas lecciones no son agradables de aprender, pero todos los que las
han recibido opinan que enriquecen la textura de la vida. De modo que ¿por qué
esperar al final de nuestra existencia para aprender las lecciones que podemos
asimilar ahora?
¿Cuáles son esas lecciones que la vida nos pide que aprendamos?
Cuando se trabaja con los vivos y los moribundos, resulta evidente que la
mayoría de nosotros nos enfrentamos a las mismas lecciones: la lección del
miedo, de la culpabilidad, del enfado, del perdón, de la rendición, del tiempo,
de la paciencia, del amor, de las relaciones, del juego, de la pérdida, del
poder, de la autenticidad y de la felicidad.
Aprender lecciones se parece un poco a alcanzar la madurez. Uno no
se siente de repente más feliz, rico o poderoso, pero comprende mejor el mundo
que lo rodea y se siente en paz consigo mismo. Aprender las lecciones de la
vida no consiste en hacer que nuestra vida sea perfecta, sino en ver la vida
como es. Como dijo un hombre :<<Ahora me maravillo de las imperfecciones
de la vida>>.
Venimos a este mundo para aprender nuestras propias lecciones.
Nadie puede decirnos cuáles son, y descubrirlas forma parte de nuestro viaje
personal. Durante este viaje se nos ofrecen muchas o sólo unas pocas de las
cosas que tenemos que resolver, pero nunca más de las que podemos asumir.
Alguien que necesite aprender sobre el amor quizá se case muchas veces o
ninguna. Y alguien que tenga que superar la lección del dinero quizá no tenga
nada o tanto que no pueda ni contarlo.
En este libro hablaremos de la vida y de vivir y descubriremos
cómo se ve la vida a las puertas de la muerte. Aprenderemos que no estamos
solos, sino que todos estamos conectados; descubriremos cómo crece el amor y
cómo nos enriquecen las relaciones. Esperamos rectificar la percepción de que
somos débiles, y nos daremos cuenta de que no sólo tenemos poder, sino que en
nuestro interior está todo el poder del universo. Aprenderemos la verdad sobre
nuestras ilusiones, la felicidad y la grandeza de quiénes somos realmente.
También aprenderemos que se nos ha dado todo lo que necesitamos para que
nuestras vidas funcionen de maravilla.
Cuando las personas con las que hemos trabajado se enfrentaron a
la pérdida de un ser querido, se dieron cuenta de que el amor era lo único que
importaba. En realidad, el amor es la única cosa que podemos poseer, guardar y
llevar siempre con nosotros. Aquellas personas dejaron de buscar la felicidad
en el exterior, y aprendieron a encontrar la riqueza y el sentido en lo que son
y en las cosas que tienen; aprendieron a profundizar en las posibilidades que
tienen a su alcance. En resumen, echaron abajo los muros que las protegían de
la plenitud de la vida. Ahora esas personas ya no viven para el mañana, a la
espera de un ascenso, las vacaciones o de buenas noticias del trabajo o la
familia, sino que han encontrado la riqueza en el presente porque han aprendido
a escuchar su corazón.
La vida nos ofrece lecciones, verdades universales que nos enseñan
los aspectos básicos del amor, el miedo, el tiempo, el poder, la pérdida, la
felicidad, las relaciones y la autenticidad. Si hoy no somos felices no es
debido a las complejidades de la vida, sino a que echamos de menos su sencillez
fundamental. El verdadero reto consiste en encontrar en esas lecciones su puro
significado. Muchos de nosotros creemos que sabemos algo sobre el amor, pero en
realidad no nos llena porque no es amor de verdad, sino una sombra oscurecida
por el miedo, las inseguridades y las expectativas. Estamos todos juntos en el
mundo, pero nos sentimos solos, desamparados y avergonzados.
Cuando nos enfrentamos a lo peor que puede ocurrir en una
situación, crecemos. Cuando las circunstancias están en su peor momento,
sacamos lo mejor de nosotros mismos. Y cuando encontramos el significado
verdadero de esas lecciones, descubrimos vidas felices y significativas. No
perfectas, pero sí auténticas, porque viviremos la vida en profundidad.
Quizá la lección primera y menos obvia sea ésta: ¿Quién aprende
esas lecciones? ¿Quién soy yo?
A lo largo de la vida nos formulamos, una y otra vez, estas
preguntas. Estamos seguros de que, entre el nacimiento y la muerte se produce
una experiencia que llamamos vida. Pero ¿somos la experiencia o el
experimentador? ¿Somos nuestro cuerpo, nuestros defectos, la enfermedad que
padecemos?¿Somos una madre, un banquero, una oficinista o un hincha
deportivo?¿Somos un producto de nuestra educación? ¿Podemos cambiar y ser
todavía nosotros mismos o estamos esculpidos en piedra?
Lo cierto es que no somos ninguna de estas cosas. Sin duda,
tenemos defectos, pero no somos nuestros defectos. Puede que padezcamos una
enfermedad, pero no somos ese diagnóstico. Quizá seamos ricos, pero no somos
nuestra solvencia. Y tampoco somos nuestro currículum vital, nuestro barrio,
nuestras calificaciones, nuestros errores, nuestro cuerpo, los papeles que
desempeñamos ni nuestros títulos. Hay una parte de nosotros que es indefinible
e invariable; una parte que no se pierde ni cambia con la edad, la enfermedad o
las circunstancias. Existe una autenticidad con la que nacemos, vivimos y
morimos. Somos sencilla, maravillosa y plenamente nosotros.
Cuando observamos a las personas que luchan y afrontan una
enfermedad, nos damos cuenta de que para averiguar quiénes somos tenemos que
despojarnos de todo lo que no somos realmente. Cuando observamos a los
moribundos, ya no vemos esos defectos, errores o enfermedades a los que antes
prestábamos atención. Los vemos sólo a ellos, porque al final de la vida son
más auténticos, más sinceros y más ellos mismos, como los niños.
Pero ¿A caso sólo podemos ver quiénes somos en realidad al
principio o al fina de nuestra vida? ¿A caso sólo las circunstancias extremas revelan
las verdades comunes y, fuera de esos momentos, somos ciegos a nuestro ser
genuino? Ésta es la lección clave de la vida: descubrir nuestro ser auténtico y
hallar la autenticidad en los demás.
En una ocasión, alguien
preguntó a Miguen Ángel, el gran artista del Renacimiento, cómo creaba
esculturas como, por ejemplo, la Pietà o el David. Él respondió que simplemente imaginaba la estatua en el
interior del bloque de mármol y eliminaba lo que sobraba hasta revelar lo que
siempre había estado allí. Aquellas maravillosas estatuas, ya creadas y
presentes desde siempre, sólo esperaban a ser reveladas. Lo mismo ocurre con la
gran persona que aguarda en nuestro interior para salir a la luz. Todos tenemos
la semilla de la grandeza. Las grandes personas no poseen algo de lo que los
demás carezcamos; sencillamente, se han despojado de muchas de las cosas que se
interponían en el camino de su mejor forma de ser.
Por desgracia, nuestros dones innatos se encuentran con frecuencia
ocultos bajo las capas de máscaras y los roles que hemos asumido. Roles como
los de padre o madre, trabajadores, pilares de la comunidad, cínicos,
entrenadores, inadaptados, animadores, buenas personas, rebeldes o hijos
amorosos que cuidan a su padre enfermo, que pueden convertirse en rocas que
cubren nuestro verdadero ser.
Algunas veces, los roles nos son impuestos:<<Espero que
estudies mucho y llegues a ser médico>>, <<Compórtate como una
dama>>, <<Si espera usted progresar en esta empresa, tendrá que ser
eficiente y diligente>>.
En otras ocasiones asumimos ciertos roles con entusiasmo porque
son, o nos lo parecen, útiles,
edificantes o lucrativos: <<Mamá siempre lo hacía así, o sea que debe ser
una buena idea>>,<<Todos los guías de Boy Scouts son nobles y
sacrificados, así que yo también lo seré>>, <<En el colegio no
tengo amigos, pero los chicos populares practican el surf, de modo que yo
también lo practicaré>>.
A veces adoptamos roles nuevos de forma consciente o inconsciente,
cuando las circunstancias cambian y nos vemos perjudicados por el
resultado. Supongamos por ejemplo que
una pareja dice: <<Todo era maravilloso antes de casarnos. Cuando lo
hicimos, nuestra relación dejó de funcionar>>. Al principio, los miembros
de esta pareja eran simplemente ellos mismos, pero cuando se casaron adoptaron
los roles que les habían enseñado. Intentaron ser un esposo y una esposa. En
algún lugar del subconsciente tenían una idea de cómo debían ser un esposo y
una esposa y actuaron conforme a esa idea en lugar de ser ellos mismos y
descubrir qué clase de cónyuge querían ser. O, como un hombre explicó:
<<Yo era bueno en mi papel de tío, pero me siento decepcionado por mi
actuación como padre>>. Como tío se relacionaba con sus sobrinos desde el
corazón, pero cuando se convirtió en padre, creyó que tenía un rol específico
que asumir. Sin embargo, ese rol se interpuso en su camino de ser él mismo de
una forma auténtica.
EKR
No siempre resulta fácil descubrir quiénes somos en realidad. Como
muchas personas sabrán, mis hermanas y yo somos trillizas. Cuando era pequeña,
a los trillizos se los vestía igual, se les compraban los mismos juguetes,
realizaban las mismas actividades, etcétera. La gente incluso los trataba no
como a individuos, sino como a un grupo. En el colegio no importaba lo buenas
estudiantes que fuéramos. Pronto aprendí que, me esforzara o no, las tres
siempre conseguíamos un simple aprobado. Quizás una de nosotras había obtenido un sobresaliente y otra un suspenso,
pero los profesores siempre nos confundían, de modo que era más seguro aprobarnos
a las tres. A veces, cuando me sentaba en las rodillas de mi padre, sabía que
él no estaba seguro de cuál de las tres era yo. ¿Pueden imaginarse lo que eso
significa para la propia identidad? Ahora sí sabemos lo importante que es
reconocer al individuo y sus diferencias respecto a los demás. Hoy en día, los
nacimientos múltiples se han convertido en una rutina, pero los padres ya saben
que no se debe vestir y tratar a todos los hijos del mismo modo.
El hecho de ser trilliza influyó en mi búsqueda de la autenticidad.
Siempre he intentado ser yo misma, incluso cuando serlo no era lo más popular.
En mi opinión, nada justifica ser un farsante.
A lo largo de la vida, y a medida que he aprendido a ser yo misma,
he desarrollado la facultad de reconocer a las personas que también lo son. A
esa facultad la llamo <<oler a los demás>>. Para saber si alguien
es auténtico o no, tienes que olerlo con
todos los sentidos. He aprendido a oler a las personas en cuanto las conozco, y
si huelen a auténticas les hago una señal para que se acerquen a mí; si no, les
envío una señal para que se alejen. Cuando se trabaja con moribundos, se
desarrolla un agudo sentido del olfato de lo auténtico.
Ha habido épocas en que la falta de autenticidad no siempre me
resultaba evidente; en otras ocasiones no he tenido ninguna duda. Por ejemplo,
muchas personas quieren parecer agradables y me acompañan a las conferencias e
incluso empujan mi silla de ruedas hasta la tarima, pero después muchas veces
me cuesta encontrar ayuda para volver a casa. Me he dado cuenta de que estas
personas me utilizan para inflar su ego. Si en realidad fueran agradables y no
sólo interpretaran ese papel, se preocuparían de que regresara a casa sin
problemas.
La mayoría de nosotros adoptamos muchos roles a lo largo de
nuestra vida. Hemos aprendido a cambiar de rol, pero con frecuencia no sabemos
cómo actuar sin ellos. Los roles que asumimos, como los de cónyuges, padres,
jefes, buenas personas, rebeldes, etcétera, no son necesariamente malos y nos
proporcionan modelos útiles que podemos seguir en situaciones que nos resultan
desconocidas. Nuestra labor consiste en distinguir los roles que actúan a
nuestro favor de los que no lo hacen. Es como ir quitándole las distintas capas
a una cebolla. Y como ocurre cuando pelamos una cebolla, puede provocarnos
alguna lágrima.
Por ejemplo, puede resultar doloroso reconocer la negatividad que
hay en nosotros y encontrar las formas de exteriorizarla. Todos tenemos el
potencial de ser desde un Gandhi a un Hitler. A la mayoría no nos gusta pensar
que albergamos a un Hitler en nuestro interior, y no queremos ni oír hablar de
ello. Sin embargo, todos tenemos un lado
negativo o un potencial de negatividad y negarlo es lo más peligroso que
podemos hacer. Resulta inquietante encontrarse con personas que niegan por
completo el aspecto potencialmente oscuro de su ser. Algunas personas insisten
en que no son capaces de tener pensamientos o realizar acciones negativos de
verdad. Admitir que tenemos la capacidad de ser negativos resulta esencial. Una
vez aceptado este hecho, podemos trabajarlo y liberarnos. Además conforme
aprendemos nuestras lecciones arrancamos capas de roles y vamos encontrando
cosas de las que no nos sentimos orgullosos. Esto no significa que lo que
somos, nuestra esencia, sea mala, sino que llevábamos una máscara que no
reconocíamos. Si en algún momento descubrimos que no somos personas
superagradables, es hora de desprendernos de esa imagen y de ser quien
realmente somos, porque ser agradable en todos los momentos de la vida es de
farsantes. Muchas veces, el péndulo deberá oscilar hasta el otro extremo (y
entonces nos convertimos en personas de mal genio) para que pueda volver al
punto medio, donde descubrimos quiénes somos en realidad: alguien a quien la
compasión convierte en agradable en lugar de una persona que da para obtener
algo a cambio.
Resulta todavía más difícil liberarse de los mecanismos de defensa
que nos ayudaron a sobrevivir durante la infancia y que pueden actuar en
nuestra contra cuando ya no los necesitamos. Una mujer aprendió, cuando era
niña, a aislarse de su padre alcohólico. Sabía que cuando la situación la
superaba lo mejor era alejarse y salir de la habitación. Ése era el único medio
del que aquella niña de seis años disponía cuando su padre estaba borracho y
gritaba. Esa forma de actuar la ayudó a sobrevivir durante una infancia
difícil, pero ahora que es madre ese aislamiento es perjudicial para sus hijos.
Debemos liberarnos de los recursos que ya no nos sirven. Debemos darles las
gracias y dejarlos ir. En algunos casos sentiremos pena por aquella parte de
nosotros que nunca llegará a ser. Aquella madre tuvo que llorar la pérdida de
aquella infancia normal que nunca experimentó.
A veces obtenemos muchas cosas con los roles que representamos,
pero con frecuencia nos damos cuenta al llegar a la madurez de que tienen un
coste. Además, a partir de cierto momento el coste resulta insoportablemente
alto. Muchas personas no se dan cuenta, hasta bien entrada la edad adulta, de
que han sido siempre los cuidadores y pacificadores de su familia. Cuando lo
comprenden, se dan cuenta de que, en efecto, son buenas personas, pero que con
su familia lo han sido en forma exagerada. De una manera inconsciente asumieron
la responsabilidad de que sus padres y hermanos fueran siempre felices:
terminaban con todas las peleas, les prestaban dinero y les ayudaban a
conseguir empleo. Llega un momento en que nos damos cuenta de que no somos el
pesado rol que representamos, y dejamos de asumirlo. Seguimos siendo buenas
personas, pero ya no nos sentimos obligados a procurar que todo el mundo sea
feliz.
Lo cierto es que algunas relaciones no funcionan. Los desacuerdos
y las decepciones tienen que existir. Si nos sentimos responsables de la
solución de todos los problemas, pagaremos un alto precio, porque esa labor es
imposible de realizar.
¿De qué forma responderemos ante nuestro nuevo ser?
?
Quizá
nos demos cuenta de que el rol que representábamos constituía una ardua tarea y
que es estupendo no sentirse responsable de la felicidad de todo el mundo.
?
Quizá
nos demos cuenta de que engañábamos a los demás y que los manipulábamos para
que sintieran más aprecio por nosotros siendo agradables con ellos.
?
Quizá
nos demos cuenta de que somos estupendos simplemente siendo nosotros mismos.
?
Quizá
nos demos cuenta de que nuestras acciones provenían del miedo: miedo a no ser
buenos, miedo a no ir al cielo, miedo a
no gustar a los demás.
?
Quizá
nos demos cuenta de que utilizábamos el rol para ganar premios, para ser amados
y admirados por todo el mundo, y veamos que sólo somos humanos, como los demás.
Quizá nos
demos cuenta de que es bueno para las otras personas tener problemas, pues
ellas también están en el camino de descubrir quiénes son.
Quizá nos
demos cuenta de que les hacíamos débiles para sentirnos más fuertes.
Quizá nos
demos cuenta de que nos fijábamos en sus problemas para evitar pensar en los
nuestros.
La mayoría de nosotros no ha cometido actos delictivos; aún así
todos tenemos que enfrentarnos a las partes más oscuras de nuestra personalidad.
El blanco y el negro son evidentes, pero son las zonas grises, como los roles
de buena persona, víctima, mártir o el aislamiento, las que, con frecuencia,
escondemos y negamos. Estos roles son las zonas grises de nuestra parte oscura.
No podemos enfrentarnos a la negatividad profunda si no admitimos que tenemos
aspectos negativos. Si reconocemos todos nuestros sentimientos, podemos
convertirnos en <<yos>> completos.
Quizá lamentemos la pérdida de esos roles, pero nos sentiremos
mejor porque seremos nosotros mismos de un modo más genuino.
Nuestro ser es eterno, nunca ha cambiado ni lo hará.
Nuestro ser es mucho más que nuestras circunstancias, ya sean
magníficas o mediocres; no obstante, solemos definirnos en función de las
circunstancias. Si tenemos un día estupendo (hace buen tiempo, la bolsa ha
subido, el coche está limpio, los niños han sacado buenas notas y la cena y el
espectáculo han sido agradables) sentimos que somos personas maravillosas. Si
no es así, sentimos que no valemos nada. Nos movemos con la marea de los
acontecimientos: algunos podemos controlarlos y otros no, pero nuestro ser es
mucho más invariable que todo eso. Nuestro ser no puede definirse por los
hechos de este mundo o nuestros roles. Eso son ilusiones, mitos que no nos
hacen bien. Detrás de todas nuestras circunstancias, de todas nuestras
situaciones, hay una gran persona. Descubrimos nuestra verdadera grandeza y
esencia cuando nos liberamos de ese remedo de identidad y encontramos nuestro
verdadero ser.
A menudo nos definimos en función de los demás. Si los otros están
de mal humor, nos deprimimos; si ven que nos equivocamos, nos ponemos a la
defensiva. Pero nuestro verdadero ser está más allá del ataque y la defensa.
Somos seres completos y valiosos, ya seamos ricos o pobres, viejos o jóvenes,
merezcamos una medalla olímpica o estemos iniciando o terminando una relación.
Tanto si estamos al principio de la vida como al final, en la cima de la fama o
en las simas de la desesperación, siempre somos la persona que hay detrás de
nuestras circunstancias. Somos lo que somos, no nuestras enfermedades ni lo que
hacemos. La vida consiste en ser, no en hacer.
DK
Le pregunté a una mujer que se estaba muriendo:
--¿Quién eres ahora?
Ella me respondió:
--Siempre me he sentido tan normal desempeñando mis roles que
tenía la sensación de que mucha gente podría haber vivido mi vida: nada hacía
que fuera diferente a la de los demás.
>>Gracias a mi enfermedad me he dado cuenta de algo muy
revelador: sé que soy una persona única. Nadie ha visto o experimentado el
mundo del mismo modo que yo, y nadie lo hará. Desde el principio de los tiempos
hasta el final, no habrá nadie como yo.
Esto era cierto para ella como para todos nosotros. Nadie
experimenta el mundo del mismo modo. Todos vivimos historias distintas y nos
ocurren cosas distintas. Nuestro ser es único más allá de lo comprensible. Pero
hasta que no descubrimos quiénes somos en realidad, no podemos celebrar nuestra
singularidad.
Muchas personas padecen graves crisis cuando se dan cuenta de que
no saben quiénes son realmente.
Además, empezar a averiguarlo constituye una tarea sobrecogedora.
Descubren que no saben reaccionar ante las circunstancias de un modo genuino en
lugar de hacerlo como creen que deberían.
Algunas personas, cuando se enfrentan a diagnósticos que pueden
significar la muerte, tienen que averiguar, por primera vez, quiénes son. Ante
la pregunta de quién se está muriendo, surge la respuesta de que una parte de
nosotros no muere, sino que continúa, como siempre lo ha hecho. Cuando caemos
enfermos y ya no podemos ser la cajera, el viajante, la doctora o el entrenador
deportivo, tenemos que formularnos una pregunta importante:<<Si no soy
estos roles, entonces ¿quién soy?>> Si ya no somos la chica maja de la
oficina, el tío egoísta o el vecino voluntarioso, ¿quiénes somos?
Para descubrirnos, ser auténticos con nosotros mismos y averiguar
lo que queremos y no queremos hacer, tenemos que confiar en nuestras propias
experiencias. Debemos hacer las cosas porque nos proporcionan paz y alegría, desde
el trabajo que desempeñamos hasta las ropas que vestimos. Si hacemos algo para
que los demás nos valoren, es que nosotros no nos valoramos. Resulta
sorprendente lo mucho que nos regimos por lo que creemos que debemos hacer y no
por lo que queremos hacer realmente.
De vez en cuando debemos concedernos un capricho que normalmente
reprimimos o hacer algo raro o nuevo. Probablemente aprendamos algo sobre
quiénes somos. O podemos preguntarnos qué haríamos si nadie nos mirara, si
pudiéramos hacer lo que quisiéramos sin consecuencias. ¿Qué haríamos? Nuestra
respuesta nos revelará mucha información sobre quiénes somos o, al menos, sobre
qué hay en nuestro camino. Es posible que nuestra respuesta apunte a una
creencia negativa acerca de nosotros mismos, o a una lección que debemos
aprender antes de descubrir nuestra esencia.
Si nuestra respuesta es que robaríamos, es probable que tengamos
miedo de no tener lo suficiente.
Si nuestra respuesta es que mentiríamos, es probable que no nos
sintamos seguros diciendo la verdad.
Si nuestra respuesta es que amaríamos a alguien a quien no amamos
en la actualidad, es posible que tengamos miedo a amar.
Durante las vacaciones yo siempre corría de un lado para otro. Me
levantaba temprano y, durante el día, visitaba tantos lugares y hacía tantas
cosas como me era posible y regresaba al hotel avanzada la noche, agotado.
Cuando me di cuenta de que aquello no me divertía, de que siempre estaba en
tensión, me pregunté qué es lo que haría si nadie me viera. La respuesta fue
que dormiría hasta tarde, visitaría algunos lugares de interés a ritmo pausado
y me sentaría en una playa o una terraza al menos una hora al día, para leer un
buen libro o, simplemente, no hacer nada. El rol de turista entusiasta que lo
vista absolutamente todo, no era yo. Lo hacía porque creía que debía hacerlo,
pero me sentí mucho más feliz cuando me di cuenta de que me divertía y aprendía
más si combinaba el turismo con el descanso.
¿Qué haríamos si nuestros padres, la sociedad, el jefe o el
profesor no estuvieran cerca? ¿Cómo nos definiríamos a nosotros mismos? ¿Quién
hay detrás de todas esas circunstancias? Ése es nuestro verdadero yo.
Cuando tenía sesenta años, Tim, padre de tres hijas, sufrió un
ataque al corazón. Había sido un buen padre para sus hijas, ya mayores, a las
que había educado él solo. Tras sufrir el infarto, examinó su vida:
<<Me he dado cuenta de que no sólo mis arterias se han
endurecido –me explicó—
sino que yo también lo he hecho. Me endurecí años atrás cuando mi
mujer murió. Tenía que ser fuerte y quería que mis hijas también lo fueran, así
que fui duro con ellas. Pero ahora mi tarea ha terminado. Tengo sesenta años,
mi vida pronto llegará a su fin y ya no quiero ser duro nunca más. Quiero que
mis hijas sepan que tienen un padre que las quiere muchísimo>>.
En la habitación del hospital, Tim habló a sus hijas del amor que
sentía por ellas. Ellas siempre habían sabido que las quería, pero la ternura
que mostró su padre hizo que se les saltaran las lágrimas. Tim sentía que ya no
tenía que ser el padre que creía que debía ser o que tuvo que ser en el pasado,
sino que podía ser la persona que era en su interior.
No todos somos genios como Einstein o grandes atletas como Michel
Jordan, pero <<si eliminamos lo que sobra>> todos podemos ser
brillantes de un modo u otro, según los dones que tengamos.
Nuestro verdadero ser el amor más puro, la perfección más
auténtica. Estamos aquí para sanarnos a nosotros mismos y para recordar quiénes
hemos sido siempre: la luz que nos guía en la oscuridad.
La búsqueda de quiénes somos nos lleva a la tarea que debemos
realizar, a las lecciones que tenemos que aprender. Cuando nuestro ser interior
y exterior son uno, ya no necesitamos escondernos, temer o postergarnos a
nosotros mismos. Nos vemos como algo que va más allá de nuestras
circunstancias.
Una noche, ya tarde, hablaba con un hombre en un centro para
enfermos desahuciados. Padecía una esclerosis lateral amiotrófica (o enfermedad
de Lou Gehrig).
--¿Qué parte de esta experiencia le resulta más dura? –le
pregunté--. ¿La hospitalización? ¿La enfermedad?
--No—me respondió--.La parte más dura es que todo el mundo piensa
en mí en tiempo pasado. Como alguien que una vez existió. Pero no importa lo
que le ocurra a mi cuerpo: siempre seré una persona completa. Hay una parte de
mí que es indefinible e invariable; una parte que no perderé y que no
desaparecerá ni con la edad ni con la enfermedad. Hay una parte de mí a la que
me aferro, que es quien realmente soy y siempre seré.
Aquél hombre había descubierto que la esencia de su ser era mucho
más que lo que le sucedía a su cuerpo, el dinero que había atesorado o los
hijos que había criado. Somos lo que queda tras quitar todos nuestros roles.
Dentro de nosotros hay un potencial de bondad que supera nuestra imaginación,
de entrega que no espera compensación, de escucha que no emite juicios, de amor
incondicional. Ese potencial es nuestro objetivo. Podemos alcanzarlo llevando a
cabo grandes acciones y también pequeñas acciones diarias. Muchas personas que
cambiaron debido a una enfermedad y querían ayudar a otros a cambiar, han
trabajado en su crecimiento personal, y ahora, camino de completar sus asuntos
pendientes, están en situación de ser una luz para los demás.
Ser quienes somos significa honrar la integridad de nuestra
identidad humana. Y eso puede incluir aquellas partes oscuras que con
frecuencia tratamos de ocultar. En ocasiones creemos que sólo nos atrae lo
bueno, pero de hecho nos atrae lo auténtico. Nos gustan más las personas que
son auténticas que las que ocultan su verdadero ser tras capas de bondad
artificial.
EKR
Hace unos años, en la Facultad de Medicina de la Universidad de
Chicago, tuve la suerte de ser elegida profesora favorita. Se trata de uno de
los mayores honores que los profesores pueden recibir, pues a todos nos gusta
que los alumnos nos valoren. Cuando anunciaron que yo había ganado el premio,
todo el mundo fue muy amable conmigo, como era habitual. Pero nadie me comentó
nada del premio y percibí que había algo detrás de sus sonrisas, algo que no
explicaban. Al final del día recibí en mi despacho un espléndido ramo de flores
de parte de uno de mis colegas, un psiquiatra infantil. La tarjeta decía:
<<Me muero de envidia, pero aún así, te felicito>>. A partir de
aquel momento supe que podía confiar en aquel hombre. Lo quise por ser tan
real, tan auténtico. Siempre sabría a qué atenerme con él y me sentiría segura
a su lado, pues mostraba su verdadero ser.
Ser quienes somos de un modo perfecto incluye ser sinceros sobre
nuestros aspectos oscuros, sobre nuestras imperfecciones. Nos sentimos cómodos
cuando sabemos quién es la persona con la que estamos, y resulta igualmente
importante aprender la verdad sobre nosotros mismos, sobre quiénes somos.
Un hombre me explicó la historia de su abuela, que enfermó a punto
de cumplir los ochenta años.
<<Me costaba mucho dejarla marchar –me contó--.Al final, me
reuní el valor suficiente para decirle que no quería perderla. Sé que parece
egoísta, pero es así como me sentía. “Querido nieto –me dijo--, me siento
completa y mi vida ha sido plena. Sé que ahora no me ves llena de vida, pero te
aseguro que he vivido mi viaje con mucha intensidad. Somos tartas: damos un
pedazo a nuestros padres, otro a nuestra pareja, otro a nuestros hijos y otro a
nuestra profesión. Al final de la vida, algunas personas no han guardado un
trozo para ellas mismas y ni siquiera saben qué clase de tarta son. Yo sí lo
sé. Es algo que todos descubrimos por nosotros mismos. Y puedo abandonar esta
vida sabiendo quién soy”.
<<Cuando oí las palabras “Sé quien soy”, pude separarme de
ella. Gracias a aquellas palabras lo conseguí. ¡Sonaba tan completo! Le dije
que cuando me llegara el momento de morir esperaba ser como ella y saber quién
era yo. Ella se inclinó hacia delante, como si fuera a contarme un secreto, y
me dijo: “No tienes que esperar a morirte para descubrir qué clase de tarta
eres”>>.
DEL LIBRO:
LECCIONES DE VIDA
Lecciones de amor, de coraje, de sinceridad…
Ahora es el momento de aprenderlas
Elisabeth Kûbler-Ross
David Kessler