Como hace muchos años he dejado de
escribir un Diario, no puedo decir con exactitud cuánto tiempo hace que me
encontré el cuerpo y el alma del Amigo Dité. Probablemente, dada mi
distracción, no me di cuenta en qué día preciso mi segunda sombra -aquella
sólida y relativamente viva- se decidió a entrar en la escena poco
iluminada de mi vida.
Una mañana, al salir de casa, me
di cuenta de que iba acompañado, a esa respetuosa distancia que no permite
hacer preguntas ni dar explicaciones, por un hombre de unos cuarenta años,
enfundado en un largo abrigo azul, alegre y sonriente (pero sin demasiada
exageración). No teniendo nada que hacer, y habiendo salido únicamente de
casa para no oír los crujidos de la leña en la chimenea, me divertí mirando
de reojo a mi acompañante, a pesar de que -ténganlo bien en cuenta- éste no
tenía nada de extraordinario. No supuse, ni por un solo momento, que
pudiese tratarse de un policía; mi completa falta de valor físico y mi
repugnancia por los malos olores me han impedido siempre entregarme a la
política militante; y la pereza, unida a mi escasa habilidad manual, me ha
salvado de buscar en el delito los medios de subsistencia.
No podía, tampoco, imaginar que el
hombre vestido de azul fuese una especie de ladronzuelo de ciudad, decidido
a robarme, pues mi decente pobreza era conocida en todo el barrio, y mi
modo de vestir, más descuidado que desenvuelto, disociaba de mi persona
cualquier idea de bienestar.
A pesar de que yo no tuviese
ningún derecho a ser seguido, comencé a pasar y repasar por las calles más
tortuosas del centro de la ciudad para asegurarme de que no me equivocaba.
El hombre me siguió por todas partes con un aspecto cada vez más
satisfecho. Di, de pronto, la vuelta por una ancha calle llena de gente y
apresuré el paso, pero la distancia entre el hombre vestido de azul y yo
continuó siempre siendo la misma. Entré en un estanco para comprar un sello
de tres céntimos, y el desconocido entró en el mismo estanco y compró un
sello de tres céntimos; subí a un tranvía y mi sonriente compañero subió al
mismo tranvía; cuando descendí, el hombre vestido de azul bajó tras de mí;
compré un periódico, y él compró el mismo periódico; me senté en el banco
de un jardín, y el otro se sentó en otro banco cercano; saqué del bolsillo
un cigarrillo, y él sacó otro y esperó que hubiese encendido el mío para
encender el suyo.
Todo esto era al mismo tiempo
gracioso y fastidioso. "Tal vez -pensé- se trata de un humorista
desocupado que quiere divertirse a mi costa." Me decidí a resolver la
duda por el medio más expeditivo: me planté delante de mi acompañante con
intención de preguntarle:
-¿Quién es usted? ¿Qué desea usted
de mí?
No tuve necesidad de abrir la
boca. El hombre vestido de azul se puso en pie, se quitó el sombrero,
sonrió un momento y dijo con precipitación:
-Perdóneme. Se lo explicaré todo,
me presentaré inmediatamente: soy el Amigo Dité. No tengo profesión
conocida, pero eso no tiene importancia. Tenía muchas cosas que decirle,
pero hasta ahora... También deseaba escribirle; le escribí dos o tres
veces, pero no tengo la costumbre de enviar las cartas. Por lo demás, soy
un hombre vulgarísimo e incluso sano, a lo que parece, alguna vez...
En este punto el Amigo Dité se detuvo
titubeando, pero añadió de pronto, como si se hubiese acordado
repentinamente de una cosa que le interesaba mucho:
-Tal vez tomaría usted algo. ¿Un
poco de vino marsala? ¿Un café?
Ambos nos movimos rápidamente, a
la vez, como impelidos por el deseo de terminar pronto. Apenas llegados
ante un café, penetramos en el interior con gran prisa, como quien entra
para beber y escaparse. Nos sentamos en un rincón, junto a la estufa, sin
pedir nada. El café era pequeño, estaba lleno de humo y de cocheros, el camarero
tenía cara de ratero, pero no teníamos tiempo para elegir otro lugar.
-Desearía saber... -comencé.
-Se lo diré todo -respondió el
otro-, no tengo intención de esconderle nada. Mi caso, a pesar de todo, es
triste y difícil, y declaro, ante todo, que tengo una gran confianza en
usted. Ya estoy aquí, soy de usted. Estoy en sus manos. Puede usted hacer
de mí todo lo que quiera...
-No lo comprendo...
-Le aseguro que lo comprenderá
todo. Déjeme hablar. ¿No le he dicho ya quién soy? El nombre no dice nada,
ya lo sé. Añadiré mi definición; yo soy un hombre vulgar, un hombre
terriblemente vulgar, que quiere hacer a toda costa una vida no vulgar, una
vida absolutamente extraordinaria.
-Perdone...
-Lo perdono todo, señor, lo
perdonaré todo. Únicamente le declaro, una vez más, que tengo necesidad de
hablar. Tengo en usted toda la confianza. Será mi salvador, mi dueño, el
director de mi conciencia, de mis brazos, de mí, todo entero. Yo soy
demasiado sabio, demasiado bueno, demasiado noble, "demasiado mí mismo".
Usted ha escrito tantos cuentos absurdos, tantas novelas estrambóticas y yo
he vivido tanto tiempo con sus héroes, que los sueño por la noche y los
deseo durante el día. He creído reconocerlos por la calle, y luego,
aburrido y desesperado, he querido matarlos en mí, ahogarlos para
siempre...
-Se lo agradezco mucho, pero...
-Haga el favor de callar un
momento, se lo ruego. Le explicaré por qué he pensado en usted y por qué lo
he seguido. Me dije hace algunos días: tú eres un imbécil, un tipo de todos
los días y de todas las ciudades, y sufres la enfermedad de querer vivir
una vida noble, peligrosa, aventurera, como la de los héroes de los poemas
a veinticinco céntimos y de las novelas de tres liras cincuenta. Por ti
mismo no eres capaz de procurarte una vida semejante, porque estás falto de
imaginación. No te queda más remedio que buscar un creador de héroes
extraordinarios y regalarle tu vida, para que haga de ella lo que quiera y
la pueda transformar en algo más bello, más imprevisto, más insospechado...
-¿Usted desearía, pues...?
-Un poco de paciencia, se lo
ruego. Dentro de algunos minutos lo obedeceré
en todo y podrá hacerme callar todo lo que quiera, pero antes déjeme
acabar. ¡Soy todavía mi propietario! No he de decirle nada más que esto:
usted es el creador elegido por mí, y aquí me tiene para ofrecerle mi vida
y los medios para ayudarlo a hacerla interesante. Usted
es un imaginativo y puede romper sin esfuerzo la insufrible vulgaridad de
mis días. Hasta ahora ha tenido a su disposición únicamente hombres imaginarios,
y hoy le entrego un hombre de verdad, un hombre que sufre y anda, del cual
puede usted hacer lo que guste. Estaré en sus manos no como un cadáver
-¿qué cosa haría de él?-, sino como un fantoche mecánico, un maravilloso
fantoche parlante y risueño que comprenderá sus órdenes. Desde este momento
le hago regular donación de mí vida y de una renta anual de mil libras
esterlinas para atender a todos los gastos que sean necesarios para hacer
pintoresca y peligrosa mi vida. Llevo en el bolsillo una escritura de
donación ya preparada... ¡Camarero, una pluma! No falta más que la fecha y
la firma de usted. ¡Dígame sí o no, sin cumplidos, en seguida!
Fingí reflexionar por algunos
momentos, pero mi decisión ya había sido tomada. El Amigo Dité se
adelantaba a uno de mis más antiguos deseos. Desde hacía mucho tiempo me
avergonzaba de inventar únicamente vidas imaginarias. Soñaba, en las horas
de vagar, en lo que habría podido hacer si hubiese tenido un hombre de
sangre y nervios en mi poder ¡Y he aquí que el hombre se presentaba
espontáneamente, acompañado de un paquete de valores!
-No he tenido nunca la costumbre
-dije después de fingida meditación- de regatear inútilmente, y por eso
acepto su donación, aunque usted ya comprende la responsabilidad de aceptar
un alma acompañada de un cuerpo. Déjeme ver las condiciones de la donación.
El Amigo Dité me puso delante un
protocolo encuadernado con un grueso y amarillo cartón, y yo lo leí en
pocos minutos. La donación estaba en regla. Por ella me convertía en dueño
absoluto de la sustancia y de la vida del Amigo Dité, con la sola condición
de que yo le ordenase inmediatamente lo que debía hacer, a fin de que su
existencia se convirtiera en heroica y novelesca. El contrato era válido
por un año, pero podía ser renovado en caso de que el Amigo Dité estuviese
satisfecho de mi dirección.
Escribí sin titubear la fecha y la
firma y dejé inmediatamente al Amigo Dité, prometiéndole para el día
siguiente una carta, y ordenándole entretanto que no me siguiese y que se
quedase bebiendo algún líquido alcohólico. En efecto, cuando yo salía, él
pidió con su acostumbrada sonrisa uno de los más famosos bitters del
mundo.
II
Aquella noche no me fui a acostar
con el negro aburrimiento de las otras noches. Tenía algo nuevo y grave en
que pensar, y podía muy bien aceptar una noche de insomnio. Un hombre se
había convertido en una cosa mía, de mi entera propiedad, y podía
dirigirlo, empujarlo, lanzarlo a donde quisiese; experimentar en él los
efectos de las emociones raras y las combinaciones de aventuras de nuevo
estilo.
¿Qué debía ordenarle para el día
siguiente? ¿Debía mandarle que realizase alguna cosa determinada o convenía
dejarlo en la ignorancia y prepararle una sorpresa? Terminé eligiendo
una solución que unía los dos sistemas. A la mañana siguiente le escribí
que, hasta nueva orden, durmiese durante el día y pasase la noche fuera de
casa, paseando por lugares solitarios. El mismo día fui a una agencia,
alquilé por seis meses una pequeña casa solitaria en las cercanías de la
ciudad y tomé a sueldo dos jovenzuelos sin trabajo que estaban buscando el
modo de ser alojados a costa de sus conciudadanos, al menos durante el
invierno. Después de cuatro días todo estaba dispuesto. En la noche fijada
hice seguir al Amigo Dité, el cual, cuando llegó a un lugar desierto, fue
agredido delicadamente por mis ayudantes y conducido, con los ojos
vendados, según la tradición, a la casa que había preparado.
Desgraciadamente, ningún guardia los sorprendió durante la operación y no
se presentó ninguna denuncia de la desaparición del Amigo Dité, por lo que
me hallé en la necesidad de mantener por muchos meses a los dos robustos
mancebos, que no se contentaban únicamente con comer.
Lo peor era que no sabía qué hacer
del hombre de mi propiedad. Había pensado, la misma noche de la donación,
que un secuestro de persona sería un excelente principio de vida rica en
aventuras, pero no había reflexionado sobre el resto de la aventura. Sin
embargo, la vida del Amigo Dité, como en las novelas de folletín, tenía
necesidad de una continuación inmediata.
A falta de cosa mejor, recurrí al
viejo expediente de enviar junto a él, a la casa en donde lo había
encerrado, a una mujer que se le presentase siempre cubierta con un antifaz
y no le dirigiese nunca la palabra. No fue cosa fácil encontrarla y, sobre
todo, amaestrarla, y no quiso comprometerse más que por un mes. El Amigo
Dité, afortunadamente, era un poco misántropo y tenía más de cuarenta años,
y por eso no sucedió nada de lo que hubiera podido suceder en otros casos.
Después de quince días vi que era necesario cambiar el juego, y por medio
de los mismos ganapanes hice liberar a mi hombre y enviarlo a su casa.
Comencé a darme cuenta de que el
Amigo Dité no se había mostrado en modo alguno un hombre vulgar poniéndome
a prueba de este modo. ¿Quién sino un espíritu original hubiera podido
imaginar una esclavitud tan insidiosa?
Un espadachín que yo conocía
consintió en ayudarme en este difícil momento. Un día, mientras el Amigo
Dité bebía tranquilamente una taza de leche en un café de lujo, el
espadachín se sentó a su lado, le lanzó una mala mirada, le dio un empujón,
y apenas el otro dijo algo en voz baja, lo abofeteó
dos o tres veces, sin calor, como si no quisiese hacerle daño. El Amigo
Dité me pidió permiso para mandar los padrinos a su ofensor, y yo me
apresuré a presentarle dos amigos que lo obligaron,
de mala gana, a cruzar su espada con mi cómplice. El Amigo Dité no sabía
esgrima, y tal vez por eso, tirando alocadamente desde el principio,
consiguió herir a su adversario bastante gravemente. Aproveché esto para
hacerle comprender que era necesario que se alejase de la ciudad, pero él
no quiso apartarse de mí y prefirió ser juzgado. Fue condenado a tres meses
de cárcel.
Creí que con este tiempo me vería
liberado de mi propiedad, pero al cabo de muy pocos días comprendí, sin
ninguna duda, que mí primer deber era proporcionarle la huida
al Amigo Dité. La empresa parecía imposible, pero, sin reparar en gastos,
conseguí convencer a dos personas del desinterés de mi acción y, gracias a
un rápido disfraz, el Amigo Dité pudo salir de la prisión poco antes de
despuntar el día. Esta vez no tenía más remedio que alejarse, y yo tuve que
dejar mi casa, mis trabajos, mi patria, para proteger su fuga.
Cuando nos hallamos en Londres, me
encontré completamente embrollado. No hablando ni una palabra de inglés, en
medio de aquella ciudad enorme y desconocida, me sentía, mucho más que
antes, incapaz de procurar aventuras extraordinarias a mi hombre. Me vi
obligado a dirigirme a un detective privado, que me dio algunos vagos
consejos en muy mal francés. Después de haber estudiado durante algunos
días un buen plano de Londres, conduje al Amigo Dité al barrio de peor
fama, pero no le pasó, con gran contrariedad mía, nada de particular.
Encontramos los acostumbrados marineros borrachos, las acostumbradas
mujeres desvergonzadas y pintadas, patrullas de viveursbaratos
y rumorosos, pero ninguno nos molestó, tomándonos tal vez por policías; tal
era nuestra aparente seguridad al vagar por aquellos laberintos de calles
casi iguales.
Pensé entonces expedir al Amigo
Dité al norte de la isla, solo, y dándole únicamente veinte o treinta
chelines, además del billete para el viaje. Como él tampoco sabía nada de
inglés, esperaba que le sucediera algo muy desagradable, y que tal vez ya
no consiguiese volver. Ya comenzaba a estar cansado de aquella propiedad
por la que debía trabajar y sacrificarme, y esperaba con rabiosa nostalgia
el momento de volver a mi buena ciudad llena de cafés y vagabundos. Pero,
después de quince días, el Amigo Dité volvió a Londres en perfecto estado
de salud; en Edimburgo había encontrado por casualidad a un amigo italiano
-un violonchelista emigrado desde hacía muchos años- que lo había
hospedado en su casa y había hecho que se divirtiese durante todos aquellos
días.
Pero no quise darme por vencido.
Había encontrado en un periódico la dirección de un pequeño club de
estudios psíquicos que buscaba nuevos socios, prometiendo apariciones
auténticas y fantasmas parlantes. Ordené inmediatamente al Amigo Dité que
se inscribiera y fuese allí todas las noches. Fue durante toda una semana y
no vio nada. Sin embargo, una mañana vino a encontrarme, diciendo que había
conocido un fantasma, pero que éste no le había parecido mucho mejor que
los hombres vivos y que incluso se había mostrado estúpido hasta el punto
de sacarle el pañuelo del bolsillo, echarlo del taburete en que estaba
sentado, tirarle de los pelos y pellizcarlo en la espalda.
-En conclusión -me dijo- no he
encontrado, hasta ahora, nada verdaderamente extraordinario en todo lo que
ha hecho usted por mí. Perdóneme si le hablo con franqueza, pero debe
reconocer que en sus novelas da muestras de una imaginación mejor y mayor.
Reflexione un momento: un rapto, una mujer enmascarada, un duelo, una fuga,
un fantasma. No ha sabido encontrar nada mejor que esos trucos antiguos de
novela francesa. En Hoffman y en Poe hay cosas más terribles, y en Caboriau
y Ponson du Terrail, más complicadas. No comprendo, ciertamente, la
repentina decadencia de la imaginación de usted. Los primeros días comencé
a hacer todo lo que usted ordenaba, esperando vivir una vida bella, pero
pronto me di cuenta de que la vida de usted era igual a la de los demás
millones de hombres, y pensé que todo su genio estaba reservado a los
personajes de sus novelas; pero ahora comienzo a dudar también de esto, y,
con desagrado, me veo obligado a decirle que, si antes de terminar el plazo
del contrato no encuentra algo más fuerte, me veré obligado a buscarme otro
dueño.
Mí dignidad me dispensó de
contestar a tanta ingratitud. Pensé que, durante los meses en que había
recibido el donativo de aquel hombre, no había vuelto a ser dueño de mi
vida, y había tenido que dejar a medio terminar mis trabajos y abandonar mi
país para afanarme en encontrar combinaciones novelescas y cómplices
seguros. Desde el momento en que había entrado en posesión de la vida del
Amigo Dité había tenido que sacrificarle mi vida entera. Yo, su dueño, me
había convertido, en el fondo, en su esclavo, en el empresario siempre
alerta de su existencia personal. Era necesario encontrar algo "más
serio" -como él había dicho- de lo que había imaginado hasta entonces;
algo que no requiriese la ayuda de cómplices. Después de haber meditado con
calma algunos días, le escribí:
Queridísimo amigo:
Puesto que es usted de mi
propiedad, según contrato en regla, tengo sobre usted derecho de vida y
muerte. Por consiguiente, le ordeno que se encierre en su cuarto el sábado
por la noche, a las ocho que se tienda sobre la cama y se trague en seguida
una de las píldoras que le envío con esta carta. A las ocho y media tomará
otra, y a las nueve en punto una tercera. En caso de desobediencia a estas
órdenes, me declaro absolutamente irresponsable respecto a su vida.
Sabía que el Amigó Dité no retrocedería
ante la sospecha de la muerte. A pesar de su descontento, se vanagloriaba
de ser un leal caballero y tenía un respeto exagerado a su firma y a su
palabra. Me proveí de un enérgico emético1 y estuve dispuesto para acudir a su lado antes de las nueve,
es decir, antes de que hubiese tomado la última píldora, que le habría
producido sin remedio la muerte.
En la tarde del sábado ordené que
estuviese dispuesto un coche para las ocho en punto, porque habitaba en una
pensión muy alejada de la del Amigo Dité. El coche se retrasó hasta las
ocho y cuarto y yo intenté hacer comprender al cochero que tenía mucha
prisa. El caballo comenzó, al principio, a correr con una especie de
fingido galope, pero después de diez minutos cayó de mala manera al suelo.
Como no era posible levantarlo en seguida, pagué al cochero y corrí a pie,
en busca de otro coche. Afortunadamente, lo encontré allí cerca, y calculé
que llegaría a las nueve en punto a casa del Amigo Dité. Comenzaba a estar
un poco preocupado porque la niebla era muy espesa y bastarían cinco
minutos de retraso para ocasionar la muerte del desgraciado.
En un determinado lugar el coche
se paró. Era a la entrada de una ancha calle llena de automóviles y
omnibuses, y un policía había hecho seña a mi cochero para que parase.
Salté como un loco del coche y me aproximé al enorme policía para hacerle
comprender que tenía prisa y que se trataba de la vida de un hombre. Pero
el desgarbado guardia no comprendió o no quiso comprenderme. Tuve que
seguir el camino a pie, pero por culpa de la niebla y de mi escaso
conocimiento de la ciudad, me equivoqué de calle, y sólo después de diez
minutos de una carrera agobiante, me di cuenta de que corría en dirección
contraria. Tuve que volver hacia atrás siempre corriendo. No faltaban más
que pocos minutos para las nueve y realicé un esfuerzo inaudito para llegar
a la hora precisa. Hasta las nueve y siete minutos no llamé a la puerta de
la pensión. Apenas me abrieron me precipité hacia el cuarto del Amigo Dité.
El hombre yacía en el lecho, con la chaqueta quitada, pálido e inmóvil como
un cadáver. Lo sacudí, lo llamé, escuché el corazón, la respiración. Estaba
verdaderamente muerto: la cajita que le había mandado estaba vacía. El
Amigo Dité había cumplido su palabra hasta el final. Había querido darle el
escalofrío de la muerte inminente y la sorpresa de la resurrección, y le
había dado la muerte, ¡la muerte verdadera, para siempre!
Permanecí toda la noche en el
cuarto, embrutecido por el dolor. Por la mañana me encontraron con el
muerto, pálido y silencioso como él. Requisaron toda la correspondencia y
fue encontrada mi última carta. El proceso fue rápido, porque renuncié a
defenderme, y no di a conocer el documento de donación que llevaba conmigo.
He estado algunos años en la cárcel, pero no me arrepiento de lo que he
hecho. El Amigo Dité ha hecho mi vida más digna de ser contada, y no puedo
decir que haya realizado un mal negocio, porque durante el año en que fue
mío gasté algo más de las mil libras esterlinas que me había dado.
FIN
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